A ESTOS DOS QUE LES PASA. Por Minia Miramontes

Se criaron juntos en un pueblo de no más de 300 habitantes.
No se llevaban más de 2 años, él mayor y le llamaban Juan, ella
más joven y la llamaban Emi.
Desde siempre y en cuanto los dos alcanzaron el tiempo de poder
relacionarse con entendimiento, se les recuerda siempre peleándose.
Ella llegó a partirle una ceja con una piedra y él siempre evitándola.
Los demás se preguntaban -qué les pasa- a ésos dos-.
Ella siempre compitiendo, en los juegos que compartían,
contra él y él siempre receloso contra ella.
Cuando llegaron a esa edad donde nos iniciamos en la llamada de la atracción, el misterio y el deseo hacia el otro, los dos destacaban en atractivo y facilidad para la conquista.
El mucho más centrado y con la atención fija en ellas, ella más dispersa; les llegó el momento de marchar al instituto del pueblo más cercano; cuando ella llegó él, dos cursos por encima, ya había adquirido la fama de ser uno de los chicos con más éxito, además, lo vivía y disfrutaba sin prejuicios; era la época en que los jóvenes más avanzados de este país se involucraban en partidos de izquierda, chicos serios implicados y codeándose con los de más edad en asambleas y manifestaciones antifranquistas mientras idolatraban a Che Guevara y cantaban Puerto Montt de Victor Jara con una actitud de total severidad impropia de unos bachilleres.
En esta etapa de instituto él la obvió por completo, observándola como a una cría sin interés. Ya no la evitaba, simplemente no existía.
Ella se afilió a un partido Maoísta, más radical que el Marxista-socialista de él con lo que en las asambleas reivindicativas del instituto ella siempre le hacía parecer mero un seguidor de Largo Caballero.
Mientras los demás se preguntaban -qué les pasa a estos dos-.
El se fue a la universidad como un atractivo chico de izquierdas, aunque de familia conservadora, ligeramente rebelde e inteligente para estudiar una carrera de ciencias.
Su mundo se abrió a través de nuevas expectativas y relaciones, estaba en el centro del universo, lleno de energía, fuerza y muy hábil para saber conjuntar sus necesidades con sus relaciones, mientras tomaba consciencia de su facilidad para conseguir de las mujeres las satisfacciones más perentorias.
Ella llegó dos cursos más tarde para estudiar una carrera de letras. Coincidieron en un grupo de teatro universitario, él jugando a ayudante de director, ella a revisora de guiones, aunque también actores, acabaron teniendo que interpretar juntos a una pareja de amantes, pero ella rechazaba el beso final de él, lo que solucionó el director con un giro de espaldas al público de los actores en este momento crucial de la obra que daba la sensación de estar besándose. Sus compañeros se preguntaban -qué les pasa a estos dos-.
Entonces él ya manifestaba su rechazo por ella a su pareja de entonces, aquella lunática que le había avinagrado sus juegos infantiles, sus primeros guateques y que le hiciera cuestionar su liderazgo en el instituto. Su pareja reaccionaba con la misma indignación que él.
Acabada su licenciatura él se marchó a trabajar a Madrid sin problemas para ascender en su trabajo y con la auto-satisfacción propia del que viaja por la vida sin demasiadas complicaciones, con una juventud y fortaleza y atractivo desbordante de lo que era plenamente consciente.
A los dos años, tuvo que acudir al entierro de su abuelo, un médico de pueblo en la dictadura, asequible ante las necesidades de los lugareños, que le hizo ser querido y valorado por las gentes; una mezcla de paternalismo y capacidad de interpelación por los asuntos de los habitantes del pueblo, donde Juan se crió, ante instancias superiores.
En el funeral la volvió a ver, encontrándola distinta con una fisonomía más hecha, refinada y estilizada, lejos de la adolescente tardía que dejara en la universidad. Su mirada hacia él era distinta, sin reto y lejana, quizás también con un toque de indiferencia; ella le dio el pésame con educación y ausencia. Aunque no tuviese el toque sofisticado de su pareja actual, su cara aniñada sin maquillaje junto con la clase natural, que a pesar de su carácter, siempre tuvo le revolvió. Además, la mirada de ella seguía provocándole la desazón que desde niño sentía ante esta mujer.
Tras la misa, acudió al bar de su pueblo, donde se reunieron, gracias a la época estival, la mayoría de los componentes del grupo infantil de antaño incluida ella; tras los saludos iniciales comenzaron las preguntas dirigidas a él sobre su vida en Madrid que se hizo el centro de atención dada la admiración envidiosa en los chicos y la admiración provocadora de las chicas; a la mitad de su relato de lo que era su vida, trabajo con constantes viajes internacionales; Emi, que escuchaba su monólogo al final de la barra con la vista fija en su copa de vino, en un momento, soltó a bocajarro y en alto
–Menos lobos, caperucita-, dejándolo a él callado y ligeramente avergonzado, tal fuera el tono de la expresión de ella y sin mirarle abandonó el local, tras un silencio embarazoso. Todos pensaron -qué les pasa a estos dos-.
A los pocos meses ella se casó y se fue a Barcelona, la ciudad de su marido, a él lo destinaron a Yakarta, Dubái, Pretoria… una vida itinerante, con relaciones fijas, esporádicas y sin asentamiento, dinero, valoración social.
Con cuarenta y cinco años y tras su última ruptura sentimental, dejó su trabajo volviendo a su pueblo, inició un negocio de exportaciones que le obligaba a viajar por cortas temporadas pudiendo estar la mayor parte del tiempo allí. Entonces el pueblo se había convertido en un lugar de moda para el turismo de sol y playa, por lo que le era fácil seguir manteniendo relaciones con mujeres más mundanas y de paso, sin las complicaciones que supondría mantener contactos con las mujeres de la zona.
A los pocos meses, Emi apareció por el pueblo, llevaba de la mano a su hija de doce años. La niña le hizo recordar a la otra niña que le partiera una ceja de una pedrada un tiempo atrás; la madre mostraba un rictus de amargura y gestos nerviosos que la alejaban de aquel carácter que él había conocido y sufrido. Él se encontraba en una etapa de su vida en la que había aprendido, más si cabe, a encontrar todas las satisfacciones que esperaba de la vida sin mucho esfuerzo; una relación de pareja a distancia con la que esperaba un hijo y donde él se encontraba cómodo ya que ejercía el control sobre la futura madre que él necesitaba para encontrarse bien con una mujer.
Sin embargo, no logró alegrarse por la situación de Emi y algo se retorció en él, sólo durante unos segundos, que era lo más que pudo sufrir nunca por el mal ajeno cuando no le competía en lo más mínimo.
Terminaron encontrándose cara a cara el mismo bar de siempre, él fue condescendiente con ella en el saludo, mientras que ella le respondió temerosa y apenas sin mirarle, reconoció su cara aniñada, su voz fina y su forma de achinar los ojos cuando le miraba que parecían adivinarle el último de sus pensamientos. Tras una charla de viejos conocidos, sobre temas intrascendentes sobre el devenir de la vida terminaron cenando juntos en la plaza de su pueblo, reformada, más turística, pero todavía entrañable.
Juan sintió como dominaba la situación, como podía alardear de sus éxitos en la vida, del hijo que esperaba, de la casa que iba a construir mientras ella le miraba con angustia; el imaginó que podría llevársela a la cama, era una mujer demasiado indefensa y con necesidad de afecto. En los postres, el pagado de su seguridad había bajado la guardia al temor que siempre la produjeran las reacciones de su amiga de la infancia le rodeó con su brazo y en tono entre jocoso y seductor la llamó por el apodo familiar heredado del abuelo de ella, lo que provocó que Emi sacara su carácter de antaño, levantándose y “chillando” un adiós que resonó por toda la plaza del pueblo y que hizo que los demás se preguntaran –A estos dos qué les pasa-, mientras ella se iba moviendo el culo.
Esa noche, él apenas pudo conciliar el sueño, recordando la desazón que le provocó la dureza de su primer amor, una niña de pueblo que se empeñaba en retarle.
Ella se acurrucó en su cama de niña, mientras recordaba al niño de su pueblo que se empeñaba en tirarse desde un árbol con una cuerda, a modo de Tarzán, para impresionar a todos y que le costó estar dos meses con su pierna derecha escayolada.
Han pasado diez años, los dos siguen yendo y viniendo al pueblo, ella divorciada y sola y él, una vez más relamiéndose tras su última ruptura sentimental.
Han empezado a hablarse con aprecio, él sigue comentando sus proezas vitales, sus mujeres y el dinero que ganó, ella ya ha aprendido a no contestarle con dureza y él empieza a hacerse ilusiones con ella esperándola, dándole señales de acercamiento aunque ella parezca no enterarse, entonces él le comenta que ha contactado con una antigua amante, que desea dejar el pueblo, España e irse con ella y le pregunta que si ella le echaría de menos, Emi le miró y con la insolencia de antaño y le contestó que no.
Juan se fue, Emi se sentó con el viejo propietario del bar de siempre y con sorna le comentó la marcha de él tras otra mujer. El anciano le respondió –A vosotros dos, qué os pasa-. Ella se quedó pensativa, mirándose los pies, sin responder se levantó y se fue a su casa, Sentada delante de su ordenador le escribió a Juan:
Había dos niños en un pueblo que no quisieron crecer,
por que crecer significa perder la ilusión
que iniciaron desde el momento en que tuvieron
capacidad para saber que en la vida hay un El y Ella.