UN MAR DE HISTORIA. Por Minia Miramontes
Susana tiene pestañas negras, largas y rizadas y los ojos del color del cobre viejo y hoy hace cincuenta y tres años que nació.
A veces, cuando la descubres pensativa, aletea los párpados lenta, pero con tanta fuerza, que puede mover las olas del mar y te apacigua el alma. Porque ella y yo nos sentábamos en un coche alquilado, delante del mar de Alborán y soñábamos cada una su historia.
La historia que Susana sueña, en el azul del mar del Cabo de Gata, ocurre desde el principio de los tiempos, en los días grises de niebla en una ría norteña al atardecer; cuando el mar lo sientes por el olor a sal intensa y al horizonte se le intuye solo por el tutú constante de un barco que llora por la pérdida de un marinero…
La ciudad que ella sueña está llena de sirenas de barco y sirenas de granito, que te las encuentras sonando en la lejanía o en una imagen serpenteante que expulsa agua por el caño que sale de una boca abierta e insaciable en su vómito acuático, tan constante como la fructífera tierra de aguas donde ella se crió, colmada de mar, ríos, rías, “infinitos regatos” de cualquier profundidad y extensión, minas de agua subterránea; mundo dulce y salado gracias al agua… este mundo de oceánidas se completa en una imagen potente y acérica de un personaje mítico, según dicen… El Sireno.
Tanto rodean estos personajes inanimados a los habitantes de la ciudad, que los niños se acostumbran a su silenciosa presencia, así ocurre que ven a la Sirenita de Copenhague como algo representativo de un país remoto y en la lejanía de lo que ellos son, pero se equivocan.
Antes de existir la historia como la historia que nos enseñan, existía otra forma de relacionarnos con el mar. En la ciudad de Susana, los arenales cubrían la vida de sus habitantes, todos los quehaceres estaban volcados al mar, barcas, barcos eran el paisaje y el sueño de horizonte de sus moradores. Los viejos tejían redes con sus manos artríticas, las mujeres oteaban en el atardecer al mar con ojos entrecerrados, fijos, pensativos y si había luz, con la mano derecha a modo de parasol en su frente, si no había luz con la misma mano reposada sobre la frente en gesto de desvelo, mientras la mano izquierda se aferraba preocupada en la expectación, al mandil a cuadros grises, negros y blancos…
Esperaban cada tarde la llegada de sus hombres: padres, maridos e hijos… con el miedo al no regreso que solo entiende la mujer del mar, ya que, en la historia de cada mujer hay un hombre que nunca volvió.
Siempre abatidas por la atracción que las sirenas tenían por sus hombres, en como los engañaban con el movimiento de sus colas de pez de escama dorada que los llevaban a dirigir el timón hacia su estela tras un botín imaginado, ellas realizaban el rito de la espera vespertina como ejercicio de exorcismo contra el embrujo de ellas.
Dicen que las y los sirenos no viajan solos, se camuflan entre las manadas de delfines y entre ambas especies, se comunican haciendo vibrar al mar lo que en los humanos se traduce en un canto dulce y de esperanza que guía al marinero sin rumbo a su perdición en la oscuridad de un mar donde la costa se empeña en no vislumbrarse.
Pero no siempre había sido así, hubo un tiempo en que ellos y nosotros convivíamos, apoyándonos mutuamente, las ondinas nos dirigían hacia los bancales más prósperos y nosotros les devolvíamos trozos de pescado cortado con nuestras herramientas; nos protegían de las tormentas, dirigiendo al barco a buen puerto…. y celebrábamos juntos su canto unido a nuestros instrumentos de música.
Sin embargo, como la ambición del hombre no tiene fin se empeña en destruir la belleza de un canto por la miseria envuelta en oro.
Las sirenas habían enseñado una nueva ruta a los marineros del arenal hacia el norte, frente a otras rías. Vino la riqueza y la abundancia. Por lo difícil de la navegación se obligaron a aprender nuevas técnicas de marinería, cabotaje y singladura, mejorar los barcos y conservar el producto del mar en salazón; este producto era enviado tierra adentro, llegando a la meseta seca y árida. Los habitantes de esas tierras quisieron buscar fortuna con esta nueva técnica de conservar el pescado en la aldea de los arenales. Marineros de tierra adentro, desabridos y comerciantes que comenzaron a llegar al lugar del mar y con sus Ducados invertidos comenzaron una próspera expansión que hizo crecer la llamada bonanza, tal fue el impacto de los de secano. Pero quien trae el peculio trae el poder
Levantaron astilleros donde construían barcos y almacenes de salazón y poco a poco fueron robaron el arenal. Por las noches, tras el tiempo de la cantina, iban a la orilla y abusaban de la confianza y hospitalidad de los amigos del mar, ya sin el respaldo, ni protección de la gente de la aldea marinera por que empezaban a creerlos no necesario, cegados por la abundancia y riqueza que les proporcionaba la nueva ruta descubierta hacia norte y las inversiones de los recién llegados de tierra adentro.
Más el mar tiene sus reglas y no debemos romperlas.
Sciunfliz, era un joven sireno, aguerrido y fuerte, el primero en avisar a su tribu de cualquier peligro; sabio y listo era capaz de engañar a cualquier depredador marino alejándolo de su hábitat y los suyos.
Sciunfliz había empezado a dirigir el grupo que acompañaba a los barcos rumbo al norte, y mientras estos faenaban se dirigía a las bahías de un país frío donde vivía otra población de sirenas y fue allí donde se enamoró de Kalenda, una sirena, que al igual que sus hermanos del sur, convivía con los habitantes de una aldea marinera.
Kalenda tenía una habilidad muy apreciada por los habitantes del mar, unas pestañas largas onduladas y fuertes que permitían mecer las olas armoniosamente, provocando tiempos de dejarse ir y venir lenta y pausadamente, mientras alguien cantaba y un delfín jugueteaba .Momentos de distensión y descanso que les permitían aglutinarse en armonía con el mar. El joven sintió que no podría renunciar nunca a su aleteo de calma, de sosiego.
Un día, mientras la admiraba mecido y abandonado al balancín de su aleteo, un vendaval azotó las costas de Islandia, donde faenaban los pescadores de la aldea del sur, Sciunfliz fue avisado por las estructuras de transmisión de sonar marino organizadas a través de los siglos de manera perfecta. Acudió al auxilio de estos para dirigirles hacia un lugar seguro e intentó aproximarlos a la aldea de Kalenda.
El barco estaba gobernado por un marinero de tierra adentro, hombre tosco y rudo, criado para bregar con el trigo y la tierra seca y sin más horizonte que el que le alcanzaba su propia vista; su mirada era fija y áspera, no sabía mirar para su interior, ni respetaba al mar.
Tal fuera la fuerza de la galerna que produjo desperfectos en el barco y hombres heridos por lo que Sciunfliz no pudo dirigirlos hasta Selandia, la isla de kalenda y los guió a la isla de Odensa, más cercana pero tuvo que adentrarlos en la primera bahía que encontró resguardecida pero estaba deshabitada por humanos.
El sireno y sus acompañantes no pudieron ayudar a los heridos, por lo que Sciunfliz volvió a por ayuda a Selandia, donde los aldeanos del mar, tras la súplica de las sirenas, acudieron a su autoridad el príncipe que salió raudo con su barco al auxilio de los marineros del sur.
En el trajín del rescate fue cuando Kalenda vio al príncipe y quedó placida, que es la trascripción en las náyades al enamoramiento, así, completamente absorta en él, se empeñó en ser ella la que lo guiase hasta Odensa, poniendo rumbo al barco real con su canto, según dicen el más bello nunca oído. La tormenta desatada en Islandia se fue desplazando por los archipiélagos que rodean la isla donde se resguardaba el barco náufrago y por más que sus congéneres la fueron avisando a través de su red ancestral de comunicación, ella, con su propio canto de amor no pudo sentir el sonido de peligro que durante generaciones transmitían las sirenas. El barco del príncipe continuó el ritmo que marcaba la voz de Kalenda hasta que envueltos de lleno en la tormenta, el barco zozobró, se fue al pairo, imposibilitado ante un mar enfurecido.
Cuando, en otro golpe de mar el barco escupió al príncipe de cubierta, kalenda lo recogió en sus brazos llevándolo hasta una playa donde meciéndolo y cantándole el príncipe recuperó la consciencia, las lágrimas de Kalenda saciaron su sed, el parpadeo de sus ojos cobre oscuro curó sus heridas y su canto atrajo a la guardia del príncipe. Por su obcecación y desobediencia a Kalenda le prohibieron volver a Selandia y fue “desterrada” de la parcela subacuática que había habitado hasta entonces.
Sciunfliz apenado y deleitado por ella, quiso llevarla con él al mar del sur, pero ella solo quería tener piernas para vivir en armonía con el príncipe.
Reparado el barco varado en Odesa y listo para partir el joven sireno tomó Kalenda y le hizo una promesa, si después de llegar a su costa no aliviaba su pena de desazón, el mismo buscaría el conjuro que transformase su cola de pez en piernas y la mandaría de vuelta en un barco a Selandia.
Dicen que en aquella travesía de retorno al sur el mar se revolvía conmovido ante el llanto profundo de una sirena.
Ya en el mar de Sciunfliz, la sirena languidecía, no servían los consejos sobre la imposibilidad de su amor por un humano, ya que el mundo terrenal no se rige por las reglas del mundo submarino y que no solo eran necesarias unas piernas para poder habitarlo. Kalenda agonizaba…
Sciunfliz penaba por no ser no correspondido en su deseo de convivencia de armonía con ella y viéndola marchitarse pidió ayuda a los aldeanos para contactar con la mujer de la sabiduría ancestral, pero necesitaba monedas, herramientas humanas de las que ellos carecían para hacerla venir al arenal y poder pagar su hechizo, por lo que pidió ayuda al capitán de tierra adentro a quien salvara meses atrás en las tierras del norte. El accedió a cambio de que solo guiase a su barco hacia las singladuras norteñas.
Kalenda tuvo sus piernas y la depositaron en el arenal desnuda, su piel nácar, impoluta, su delicadeza y expresión inocente heredada de quienes viven en armonía con su mundo, provocó la admiración de hombres y mujeres y el deseo del capitán.
La vistieron de mujer, aunque no consiguieron recoger su cabellera negra ya tan larga como había sido su vida, dado que ella se negó.
Volvió a su isla embarcada en el siguiente viaje del capitán de la meseta quien ya en alta mar no quiso contener su deseo hacia ella, cuando la joven sintió la fuerza para ella incomprendida de aquel hombre abrazándola, sintiendo la aspereza de su barba sobre su piel delicada y ahogándose bajo su boca, emitió un aullido sibilante, ensordecedor, dramático y la luna se cubrió.
Sciunfliz y sus acompañantes, comenzaron a varear el barco, consiguiendo voltearlo y toda la tripulación cayó al mar ahogándose y ahogados por las sirenas.
Kalenda no supo hacerse a su medio marino, el joven la asió llevándola a Selandia para depositarla sobre una gran roca mirando a palacio. Pero el conjuro tenía una contrapartida, si ella no conseguía el amor tras el paso de 13 lunas llenas se convertiría en bronce el color de sus ojos. Durante días la población acudía a observar a aquella mujer con aspecto de sirena, inmóvil en la roca y cantando el sonido más bello jamás oído acompañado de un agito de su mirada que les llenaba de paz cuando parpadeaba.
El sonido llegó a oídos del príncipe que curioso salió con su corte hacia el lugar donde estaba Kalenda; cuando la vio algo se revolvió en el, era la sensación de armonía que había sentido en algún momento y durante días volvía a sentarse delante de su canto; pero el príncipe era hombre y el amor de hombre y mujer no se corresponde a la sensación de bienestar y gratitud que él sentía por Kalenda.
Y lo mismo que el día y la noche vienen, llegó la treceava luna llena, Kalenda se volvió bronce y su voz ya no sonó. El príncipe triste y aturdido ordenó que aquella figura no fuera nunca retirada de la roca. Tiempo después y ya siendo rey continuó saliendo a pasear frente a su estatua de bronce añorando con melancolía su canto armónico. El nunca supo que aprendió a amar como aman las sirenas y un punto de tristeza se instauró, para siempre, en su mirada.
Mientras tanto, en la aldea marinera del sur, conocidos los acontecimientos del hundimiento del barco, comenzaron el exterminio de las sirenas; aunque la razón profunda era que ya no les servían y no querían seguir compartiendo con ellos trozos de pescado. Fue una buena excusa para acallar su mala conciencia. La ingratitud basada en una razón que tampoco lo era.
Ante la masacre, las sirenas ayudadas por los delfines huyeron a los mares abisales a aprender una nueva forma de vida. Sciunfliz quiso volver a Selandia a vivir bajo la roca de su amada, pero también allí las relación con los humanos se había complicado tras el hundimiento del barco real. El consiguió acceder a la mujer de la sabiduría y no queriendo renunciar a su condición de sireno le pidió piernas para poder registrar para la eternidad, en el mundo de los hombres, la presencia de su especie. Tras adquirirlas, sin perder su condición de especie, en las noches de tierra comenzó a depositar figuras modeladas en granito de sirenas por los rincones más bellos de la aún aldea. La contrapartida por el hechizo sería tener una vida de mil cien años, muchos teniendo en cuenta que un oceánida vive 300, y aunque podría existir en el mundo marino, no recuperaría la cola de pez.
Las sirenas no entienden de venganzas, este es un mal de los hombres, cuando los terrestres otean el mar esperando a los suyos, solo proyectan su condición humana. Las sirenas huyeron con el mundo de los delfines, apoyándose mutuamente y escondiéndose de los habitantes de la aldea, lejos de la avaricia que provoca adentrarse en el mar con los ojos ciegos por el brillo del oro porque el mar y sus habitantes de eso no entienden, el océano pide respeto.
Sciunfliz obsesivamente cada noche salía a seguir cubriendo la aldea de figuras de sirenas y la aldea se hizo pueblo y el pueblo se hizo ciudad y los niños aprendieron a convivir con las figuras de piedra y ocurre que cada cincuenta y tres años, la edad de Kalenda cuando se hizo cobre, nace una niña con pestañas negras, largas y rizadas y los ojos del color del cobre viejo con el don de poder apaciguar el mar y el alma de quien la disfruta y valora.
Y aunque mil cien años parezcan una eternidad, no lo son y como se sabe el tiempo como las nubes fluye, una noche, recorriendo la ciudad, en la Puerta del Sol, a Sciunfliz se le doblaron las piernas de su castigo, y girándose hacia el mar que lo separaba de su amor, murió con un sonido agudo, dramático que estremeció a la ciudad y le devolvió su historia. Cuando lo encontraron en la mañana húmeda con que amaneció su muerte, la ciudad marinera crecida de una aldea que traicionó al mar, mandó construir dos pilastras de granito negro como una vieja mala conciencia ancestral instaurada en su historia colectiva y retomada gracias al recuerdo de unas figuras de granito siempre presentes. Las pilastras bien altas para depositar la insignia de su historia callada y que desde su cima, así, y por la eternidad, tuviese una mejor vista a su mar.